
Autor: DAMIAN DOPACIO/NA
Las urnas hablaron otra vez y, como suele suceder en nuestro país, lo hicieron con sorpresa. En menos de un año tuvimos varias elecciones provinciales, pero hubo tres en Buenos Aires que dibujaron un mapa electoral cambiante, imprevisible y difícil de interpretar, como la misma Argentina.
En mayo, fue el triunfo libertario en CABA, bastión histórico del PRO por más de 20 años, donde las ideas de la libertad se impusieron sobre la gestión. Cuatro meses después, observamos la victoria de Axel Kicillof en provincia de Buenos Aires, obtuvo un 47 % que parecía legitimar la renovación del kirchnerismo e intentar ser competitivo dentro del peronismo. Y finalmente, la elección nacional del 26 de octubre, volvió a alterar todos los pronósticos.
Javier Milei consolidó a LLA como la primera fuerza nacional, ganó en la provincia de Buenos Aires -por menos de un punto- y logró pintar gran parte del mapa de Argentina de violeta. Algo que hasta a ellos les sorprendió después de todas las acusacioness y acontecimientos durante la campaña.
La secuencia es reveladora. Lo que parecía un voto volátil o de enojo se transformó en una adhesión más selectiva, guiada por fenómenos que aún buscamos explicar. ¿Será que el elector argentino dejó de votar por identidad y empezó a votar por interpretación? Cada elección nos marcó una tendencia distinta.
Si bien sabemos que los ciudadanos no eligen lo mismo frente a contiendas locales que nacionales -porque intervienen otras variables- considero que muchas veces estas decisiones dependen de cómo se encuadran las campañas.
Normalmente, los sistemas de partidos entran en crisis cuando dejan de representar a la sociedad que los creó. En ese momento, los votantes rompen su lealtad partidaria y buscan nuevas formas de representación. Y eso lo vemos hace tiempo en Argentina.
Tenemos una sociedad sumamente polarizada que se mueve entre dos extremos: la esperanza con un cambio radical o el miedo de los errores del pasado.
Por lo menos, tenemos claro que ese fue el framing o encuadre que el gobierno nacional instaló, donde el temor a lo viejo resulta más fuerte que las dudas sobre el presente.
Dudas que sin duda se expresaron en diferentes momentos a lo largo de estos dos años.
Sin embargo, en la campaña vimos cómo esa narrativa creció en los últimos meses y cambió el tono. El discurso de Milei pasó del grito al encuadre: del enojo contra “la casta” a la promesa de “libertad” del “Pasado con ellos” al “Futuro con nosotros”. Y en esa transformacion logró conectar nuevamente con votantes que no se reconocen ni en la épica peronista ni en el pragmatismo de quienes quedaron en el camino como posibles opositores moderados.
Y para entender lo que sucedió debemos entender que los marcos narrativos no describen la realidad: la crean. Al oponer “futuro” a “pasado” y “libertad” a “opresión”, Milei estableció un eje emocional que reorganizó el sentido común de amplios sectores. La libertad se volvió, más que una idea económica, una metáfora moral. Un nuevo modo de resistir al ajuste, la frustración y al pasado.
En este contexto, incluso quienes desconfían del rumbo económico, quienes exigen transparencia o aún no vieron mejorar su calidad de vida, volvieron a votar al presidente. Algunos por convicción, otros porque creer en su programa les parece menos riesgoso que regresar a lo que ya fracasó. A los que ya lo intentaron y no funcionó. La volatilidad no es apatía sino búsqueda. Los votantes no demandan representación política o ideológica, sino alivio, estabilidad y resultados concretos.
A partir de diciembre, la nueva composición del Congreso redefine el equilibrio de poder y fortalece al gobierno nacional, que por primera vez cuenta con una mayoría propia en Diputados y mayor fuerza en el Senado. Ese escenario le da a Milei más libertad y seguridad para avanzar con su agenda de reformas y seguir consolidando su liderazgo y proyecto político. Pero junto con ese poder llega también la responsabilidad de gobernar y el compromiso de responder a las expectativas de una parte de la sociedad que volvió a elegirlo, pero que aún espera resultados concretos.
El león nuevamente impuso su narrativa y volvió a ganar. Sin embargo, los relatos, por más potentes que sean, no gobiernan solos. Si la gestión no acompaña y las promesas no se traducen en mejoras reales para los argentinos, el encanto del discurso se agota. Al final del día, en política, los relatos pueden conquistar voluntades, pero solo los resultados construyen futuro.
La autora de esta columna de opinión es politologa especialista en marketing politico y comunicación estratégica. Forma parte de la red de politologas #NoSinMujeres