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COLUMNA DE OPINIÓN

La Nueva Derecha: El disfraz de la democracia y el avance silencioso hacia dictaduras blandas

Con discursos que exaltan la voluntad popular, la seguridad y la eficiencia, líderes de este movimiento avanzan lentamente hacia sistemas que, aunque se presentan como democráticos, juegan al límite de los extremos.

Por Tendencia de noticias

02 ago, 2025 09:59 p. m. Actualizado: 02 ago, 2025 09:59 p. m. AR
La Nueva Derecha: El disfraz de la democracia y el avance silencioso hacia dictaduras blandas

Alfredo Sábat.- La Nación.

Por Juan Pablo Durán.- En un mundo donde la democracia parece ser el estandarte universal de la legitimidad política, una nueva derecha global ha aprendido a utilizar su retórica como un lobo con piel de cordero.


Con discursos que exaltan la voluntad popular, la seguridad y la eficiencia, líderes de este movimiento avanzan lentamente hacia sistemas que, aunque se presentan como democráticos, se transforman en dictaduras blandas o pseudo democráticas. Este fenómeno, que combina populismo, carisma y control institucional, amenaza la esencia misma de la alternancia en el poder, silenciando oposiciones y restringiendo libertades bajo una fachada de legalidad. El caso de Nayib Bukele en El Salvador es un ejemplo paradigmático, pero no el único, de cómo estas dinámicas se replican en contextos como Venezuela y, históricamente, en Cuba.


La estrategia es brillante: estos líderes llegan al poder a través de elecciones democráticas, capitalizando el desencanto con las élites tradicionales y prometiendo soluciones rápidas a problemas complejos. Bukele, por ejemplo, se presentó como un político joven y disruptivo, utilizando las redes sociales para conectar con una población agotada por la inseguridad y la corrupción. Su popularidad, que ronda el 80% según encuestas recientes, le permitió consolidar un control sin precedentes sobre las instituciones salvadoreñas. En 2021, su partido, Nuevas Ideas, dominó la Asamblea Legislativa, lo que facilitó la destitución de jueces independientes y la reinterpretación de la Constitución para permitir su reelección, a pesar de las prohibiciones explícitas en la Carta Magna.


Este 1 de agosto de 2025, la Asamblea aprobó una reforma constitucional que elimina los límites a la reelección presidencial, extiende el mandato a seis años y suprime la segunda vuelta electoral, consolidando un modelo de poder sin contrapesos. Como advirtió la diputada opositora Marcela Villatoro: “hoy ha muerto la democracia en El Salvador”.


Este patrón no es exclusivo de El Salvador. En Venezuela, Hugo Chávez y, posteriormente, Nicolás Maduro, siguieron un camino similar. Chávez llegó al poder en 1999 con un discurso de democracia participativa, pero su régimen evolucionó hacia un hiperpresidencialismo que cooptó la justicia, controló los medios y limitó el espacio de la oposición. Desde 2016, medidas como la prohibición de un referéndum revocatorio y la inhabilitación de líderes opositores, como Henrique Capriles, han reducido la oposición a un eco impotente.


En Cuba, el régimen castrista ha perfeccionado durante décadas este modelo, utilizando elecciones controladas y una narrativa de soberanía popular para justificar un sistema de partido único que reprime cualquier disidencia. En los tres casos, la democracia se convierte en una cáscara vacía, un ritual electoral que legitima la concentración y el exceso de poder.


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El caso argentino


En nuestro país, el gobierno de Javier Milei muestra rasgos similares, aunque en un contexto diferente. Milei, un economista libertario y autoproclamado anarcocapitalista, llegó al poder con un discurso de ruptura contra la “casta política” y una promesa de estabilización económica tras años de hiperinflación y crisis. Su administración ha implementado reformas radicales mediante decretos de necesidad y urgencia (DNU), como el DNU 70/2023, que desreguló amplios sectores de la economía y modificó más de 300 leyes sin pasar por el Congreso.


Milei ha sorteado la falta de mayorías legislativas utilizando decretos y vetos, como la prórroga del presupuesto de 2024 para 2025, evitando el debate parlamentario y concentrando el control de los recursos públicos. Esta estrategia, según la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, representa un “retroceso en la institucionalidad” al eludir los canales democráticos.


Además, su retórica confrontativa, que tilda a opositores, medios y académicos de “delincuentes” o “zurdos”, polariza el debate público y debilita el pluralismo.


Un movimiento global


Antonella Marty, en su reciente libro La Nueva Derecha, desentraña cómo este movimiento global instrumentaliza la polarización, el resentimiento y la desinformación para consolidarse.


Marty argumenta que figuras como Bukele, Milei o Trump no solo capitalizan el descontento social, sino que promueven una “cruzada moral” que mezcla narcisismo político, manipulación religiosa y discursos de odio, erosionando los pilares democráticos mientras se presentan como salvadores del pueblo. Su análisis pone en evidencia cómo la nueva derecha utiliza la retórica de la democracia para justificar medidas que, en realidad, debilitan la pluralidad y la alternancia.


El peligro de estas dictaduras blandas radica en su sutileza. A diferencia de los golpes militares del pasado, estos regímenes avanzan mediante reformas legales, mayorías parlamentarias y el respaldo popular, lo que dificulta que la sociedad perciba el retroceso democrático hasta que es demasiado tarde.


En El Salvador, la eliminación de la segunda vuelta y la reducción de los votos necesarios para ganar elecciones favorecen a candidatos dominantes como Bukele, desincentivando la competencia electoral.


En Venezuela, la oposición enfrenta un sistema electoral manipulado que, según el Departamento de Estado de EE.UU., carece de legitimidad democrática. En Cuba, la oposición ni siquiera tiene espacio para organizarse. En todos estos casos, la concentración de poder crea una ilusión de estabilidad que seduce a poblaciones cansadas de crisis, pero a costa de sacrificar la libertad de elegir y disentir.


La sociedad, atrapada entre la admiración por líderes carismáticos y la frustración con sistemas democráticos imperfectos, a menudo no percibe el avance de estas dinámicas hasta que las voces opositoras son silenciadas y las instituciones cooptadas. La lección es clara: la democracia no muere solo por golpes de Estado, sino también por la erosión gradual de sus cimientos, disfrazada de voluntad popular. Para contrarrestar este fenómeno, es crucial fortalecer la educación cívica, proteger la independencia judicial y fomentar una prensa libre que desenmascare al lobo antes de que devore el rebaño.


*El autor de esta columna es periodista y analista político.


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