Lo que empezó como un simple rumor sobre la falta de concentración se transformó en una bola de nieve que nadie quiso detener. Los protagonistas de Atlético Tucumán la subestimaron, el enojo popular la empujó cuesta abajo, y el resultado fue un derrumbe institucional y deportivo que explotó en la cara de todos. Lo que parecía un malentendido terminó siendo la radiografía perfecta de un club fracturado: dirigentes sin control, jugadores incómodos y una hinchada que estalló.
Pero esa fue solo la punta del iceberg. El lunes dejó a la vista el fondo de un problema que ya venía hirviendo en silencio. Lo más alarmante es que el caos interno se reflejó dentro de la cancha: un equipo sin alma, sin convicción y con una desconexión evidente entre sus partes. El reclamo económico, más allá de lo contractual o lo verbal, chocó con una paradoja dolorosa: los jugadores tienen derecho a exigir lo que se les debe, pero el público también tiene derecho a exigir compromiso.
En el medio, los dirigentes quedaron expuestos. Las declaraciones de Ignacio Golobisky, lejos de apagar el incendio, lo avivaron. Sus palabras dejaron a los futbolistas desnudos ante la opinión pública, como si los hubieran arrojado al pozo de los leones. La inexperiencia dirigencial volvió a pasar factura en el momento más delicado (lo cuál es extraño teniendo en cuenta la trayectoria de los mismos). Y mientras el vestuario se llenaba de tensiones, la tribuna hacía sentir su descontento, como un rugido que no distingue culpables pero demanda respuestas.
Desde lo futbolístico, Atlético Tucumán no tiene margen. El equipo de Lucas Pusineri luce sin ideas ni liderazgo. La decisión de insistir con Carlos Auzqui, en detrimento de jugadores que venían rindiendo mejor, desarmó el esquema y rompió el equilibrio. El ex Estudiantes, además, cometió la falta que derivó en el penal del rival. Y en el arco, Mansilla volvió a dejar dudas: ese guardián que prometía seguridad hoy es un reflejo de irregularidad. Te puede salvar o puede ser villano. Aunque, tiene terreno para recuperarse.
El caso de Leandro “Loco” Díaz merece un capítulo aparte. Su peso simbólico es enorme, pero en el presente futbolístico, su aporte es nulo. Ya no participa del circuito, no presiona, no se asocia. Su cinta de capitán parece más una herencia que una elección basada en liderazgo. Sus gestos de furia, lejos de motivar, alimentan la sensación de caos. En un momento donde se necesitaba calma, Díaz eligió incendiar más el ambiente.
Pusineri, por su parte, se muestra parsimonioso, como si la tormenta no lo rozara. Pero su discurso ya no convence a nadie. La conexión con el plantel está erosionada, y su continuidad más allá de diciembre parece una utopía. Los cambios para revertir el partido fueron más una muestra de desesperación que de estrategia. Los ingresos de Nicola, Brizuela y Cabrera no modificaron el panorama, y el equipo terminó siendo una sombra de sí mismo.
Mario Leito también habló, pero su mensaje sonó a pasado. Apelar a los once años en Primera, a la final de Copa Argentina o al histórico paso por la Libertadores ya no alcanza. Los hinchas viven el presente, y el mismo no es bueno: Atlético Tucumán lucha por entrar a los playoffs, pero a la vez, está demasiado cerca del abismo. La gestión, que alguna vez fue exitosa, hoy parece perder el timón en medio de un mar de dudas y promesas incumplidas.
En este contexto, nadie se hace cargo. Dirigentes, jugadores y cuerpo técnico se pasan la pelota mientras el club se hunde en la incertidumbre. Se habla de problemas financieros, no económicos, pero no hay un nombre que sea responsable. Los futbolistas reaccionaron tarde, y la protesta que buscaba justicia terminó generando un quiebre difícil de reparar.Los capitanes prendieron los ventiladores y también salpicaron al periodismo, en una cacería de brujas de los mismos jugadores en otro manotazo de ahogado.
Atlético Tucumán hoy es un volcán en plena erupción. Cada partido es una grieta nueva, cada palabra un temblor. Solo una victoria podría haber servido como bálsamo, pero la herida es demasiado profunda. El equipo está roto, y lo que viene dependerá de si en el club logran algo más difícil que ganar un partido: volver a creer los unos en los otros.
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