Quien pudiera. A sus 74 años, Carlos “La Mona” Jiménez no ha perdido ni un rulo, ni una pizca de carisma, ni —mucho menos— su impresionante poder de convocatoria. Anoche, bajo una luna tibia de agosto, Lules vivió una verdadera misa cuartetera, con el ídolo como único predicador y miles de “jimeneros” como fieles devotos.
El viaje desde San Miguel de Tucumán al Parque Cultural de Lules suele tomar media hora, pero anoche fue otro cantar: entre bocinazos, parlantes que ya sonaban a cuarteto y caravanas interminables, ese trayecto se transformó en una procesión de más de una hora. Los autos avanzaban lentos, como si la ansiedad por llegar quisiera ganarle al reloj.
La cita estaba pactada, y aunque no había sotana ni altar, sí había una figura sagrada: La Mona. Desde Córdoba, Santa Fe, Jujuy, La Rioja, Santiago del Estero y todos los rincones de Tucumán, llegaron en motos, bicicletas, autos, colectivos, combis y hasta haciendo dedo. Algunos acamparon tres días antes en las afueras del predio, sólo para asegurarse un buen lugar. Porque con La Mona no se especula: se va, se canta, se baila y se llora.
Minutos antes de la medianoche, con el cielo casi despejado como testigo, los locutores encendieron la euforia. Miles de personas ya colmaban el predio, dividido en sectores: uno popular y otro vip. Pero también estaban ellos, los de “la tribuna externa”, ese público no oficial que, sin pagar entrada, vive la fiesta desde las afueras, entre choris, fernet y parlantes caseros, sintiendo el show con la misma intensidad.
Y entonces, apareció. De verde flúor, con lentes negros, brillos que desafiaban la noche y su mítica melena en espiral. La Mona subió al escenario y se desató la tormenta de emociones. Más de uno soltó una lágrima al verlo. Ese primer acorde fue un disparador de recuerdos, de historias de amor, de dolores compartidos. De todo lo que él canta y algunos vivimos.
La previa había sido enérgica, con la banda tucumana “Plazoleta All Star” y el cuartetero local Walter Salinas, que dejaron la pista caliente. Pero cuando sonó “Jaque Mate”, el sonido se afiló como una navaja: todo se acomodó. Luego vinieron los himnos: “Ruleta Rusa”, “Ramito de Violetas”, “El Federal”, cada uno coreado a grito pelado por un público encendido. En “Seguí en carrera”, la escena fue digna de postal: fanáticos sobre los hombros, saltando, buscando la mirada de su ídolo, cantando como si fuera la última vez.
La Mona hizo una breve pausa para cambiarse —seguramente empapado por el torbellino de energía— y volvió con más. “La Luna”, “Paloma Loca”, “Beso a Beso”, y ese infaltable “¿Quién se tomó todo el vino?” pusieron a temblar el suelo luleño. Porque el cuarteto no se baila: se siente, se vive, se lleva en la sangre.
El show fue más que un recital: fue un acto de amor. Un pacto renovado entre un artista eterno y su pueblo. Porque La Mona le canta a los que sufren, a los que se levantan todos los días con el alma cansada, a los que viven amores intensos, pérdidas dolorosas y, a veces, la injusticia de nacer en la orilla equivocada.
Y anoche, en Lules, ese pacto se volvió a sellar.