
Hubo un instante en el que el Chase Stadium se transformó en santuario. Apenas diez minutos bastaron para que Lionel Messi, con la zurda como pincel y el alma encendida, dibujara el primer gol y encendiera la sinfonía que conduciría a Inter Miami hacia una goleada de ensueño. Nashville apenas atinó a mirar cómo el tiempo se doblaba alrededor del número diez, dueño absoluto de la escena. La Pulga, una vez más, convirtió lo cotidiano en arte y lo previsible en milagro.
Antes de que el reloj marcara el descanso, el rosarino volvió a aparecer como un eco divino. Una pared, un movimiento fugaz y un toque sutil al fondo de la red: el segundo gol fue una caricia que desató la ovación de un público entregado. A su lado, jóvenes como Mateo Silvetti y Tadeo Allende parecían aprender, más que jugar, bajo la tutela del hombre que hace del fútbol un lenguaje universal.

La segunda mitad fue un canto coral con Messi de director. Una pared con Jordi Alba derivó en el tercer tanto, firmado por Allende, y poco después, el ex Godoy Cruz selló la goleada con una definición de cuento, picándola sobre el arquero. El rosarino, además de su doblete, se dio el lujo de asistir y de contagiar una energía que volvió ingobernable a Las Garzas, dueñas absolutas de la noche y de su destino.
Así, Inter Miami escribió una nueva página de su breve pero intensa historia: primera semifinal de la Conferencia Este, de la mano de un genio que parece desafiar el tiempo y la lógica. Messi no solo volvió a ser noticia; volvió a recordarle al mundo que mientras haya una pelota rodando, su historia seguirá viva, latiendo entre la poesía y el gol.

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